Caminé en el infierno, lleno de brasas, quemándome vivo, quería morir. Mi ego me lo decía, me contaba que jamás iba a presenciar una sonrisa tuya, me contaba que la culpa era de otros. Pero yo negocié porque mi ego no me representaba. Porque cuando atravesaba el camino del odio quería morir, pero cuando seguí con la convicción de que el infierno lo podría pasar, pasó y más rápido de lo que me esperaba. Y es cuando un rayo de sol me atravesó el pecho, sentí su calidez y mis lágrimas brotaron aludiendo a una intensidad de amor incondicional. Y me hizo recordar que nadie es de nadie, que era falso, que lo nuestro sigue siendo nuestro y mi ego lo entendió, seguía teniendo su exclusividad de manera sana.
Entendí que este amor se transformaba en otro mayor, en el incondicional, donde daban igual las etiquetas, los formatos y formas. Lo que importaba era la misma esencia de seguir compartiendo momentos desde otro prisma, desde un prisma más espiritual y menos carnal. Y es que te quiero tanto, te amo tanto que te dejo ir, te dejo ir como posesión para que vueles a donde quieras sin límites, pero recuerda que siempre que me necesites, estaré para ti, un hombro donde llorar, unos oídos para escuchar, en definitiva, de mi corazón nunca te irás, jamás.
Todo ello se traduce en disfrutar de tu propia sonrisa, de tu felicidad, de tu estabilidad, sentirme en paz conmigo mismo, sabiendo que cometí errores, pero los entendiste, los perdonaste aplicando la misma fórmula, porque esa es tu esencia, incondicional. Esa eres tú, debajo de muchas mascaras yo pude ver tu alma, tu vulnerabilidad y en su momento no fui consciente. Pero mi tránsito por el infierno me ha hecho ver la luz del verdadero amor, desinteresado, que formó parte de aquel contrato, que finalmente sigue vigente porque nadie lo ha roto, porque se diluyó, se perdió entre papeles, pero ahí está haciendo su efecto, para siempre.
©Charly Peña